“En el desierto no hay leyes, solo pactos de polvo y sangre.”

Nadie recuerda cuándo aparecieron los primeros. Algunos dicen que eran soldados abandonados tras la última gran guerra,
otros aseguran que fueron comerciantes expulsados de los últimos refugios civilizados. Lo cierto es que los Sand Vipers
no nacieron de una ideología, sino de la pura necesidad. La necesidad de moverse, de comerciar, de sobrevivir.

Cuando los ríos se secaron y las ciudades colapsaron, las rutas arenosas se convirtieron en la única arteria viva del mundo.
Los Sand Vipers la recorren como si fueran parte del paisaje: convoyes veloces, polvorientos, armados con lo que pudieron
robar, intercambiar o construir sobre la marcha.

No son una banda homogénea. Son clanes nómadas, pactos temporales, mercenarios de paso. Lo único que comparten es una filosofía:
quien no se mueve, muere. Sus vehículos son tan ligeros como letales. Jeeps blindados con placas soldadas al azar,
buggies veloces con lanzas oxidadas, camiones de larga distancia cargados de agua, combustible y secretos.

Pasan por comerciantes… cuando les conviene. Pueden escoltar una caravana por la mañana, y saquear un asentamiento por la noche
si el pago no fue suficiente. Su lealtad no está en el oro ni en la fe: está en la supervivencia compartida, en el rugido
de los motores, en el pacto tácito entre guerreros del desierto.

Sus colores se funden con las dunas: tonos caqui, arena, verdes apagados. Sus toldos de tela se inflan como velas entre las ráfagas de viento.
Y por donde pasan, dejan un rastro de polvo, ruido… y respeto.

Algunos los ven como salvajes. Otros, como la última opción cuando todo lo demás ha fallado.

Pero todos coinciden en una cosa:
si ves la serpiente en la arena… ya es tarde para huir.